Fútbol. En una palabra puedo definir mi infancia y apostaría que la de miles o millones de niños que descubren la vida a través del deporte rey. No puedo fijar claramente el primer recuerdo que tengo de una pelota de fútbol en mis pies. Ya sea porque la edad pasa factura, ya sea porque en los inicios lo del balón casi era lo de menos. Valía todo. Una lata de coca cola aplastada, una bola de papel recubierta con mucho celo, una pelota de tenis... Lo importante era jugar al fútbol.
Eran dias enteros de carreras, de sudor, de aprendizaje, de emoción... llenos de un realismo impropio que solo son capaces de transmitir los niños cuando un árbol y un banco formaban la portería del Bernabeu, en mi caso de la Rosaleda, "campo" en donde jugaba con mis amigos como local. No era el campo del Málaga CF el que veía pasar nuestras horas, nuestros días, dejándonos las rodillas en la tierra, si no una rosaleda de grandes flores amarillas, rosas, blancas y rojas que delimitaban una de las bandas del campo donde empezamos a creer en el fútbol. Porque en el fútbol se cree. Un parque de tierra detrás de nuestras casas, donde se mezclaban nuestros "¡mia!", "¡pasa!"... con los gritos de las madres desde las ventanas reclamándonos para comer, para cenar, para estudiar, para dormir y que siempre eran respondidos con una misma imploración..."¡déjame un ratito mas!", un rato mas de fútbol.
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